Diplo decanta con sorna, con ironía, su dudoso abolengo. El no es de los del abolengo de sangre azul. Es del linaje oscuro, con genealogía de zurcidos y blasones de raterías mínimas. Como en la picaresca que él revive la ascendencia astrosa cuenta mucho. La madre "mamita" es de estirpe de aristocracia "pollera." El tío, es catedrático vitalicio, permanentemente, de "tras rejas." Y la tía, la insuperable Mamá Yoyó tiene prosapia de pañuelo de Madras; es toda una señorona de la rancia alcurnia cangrejera. Diplo caricaturiza la sociedad.
La sociedad huera que tiene mucho de farsa. Es el desquite del "infeliz," a quien se menosprecia por su procedencia plebeya. Diplo, alcalde, Diplo mozo del hotel barato. Diplo sirviente de tabernas estridentes. Es uno solo, multiplicado en el tráfago de la vida. Pero uno inconfundible. Fanfarria de la palabra detonante, de la voz ronca, del gesto en ridicula petulancia, para encubrir la cobardía instintiva. Siempre como en atisbo, como en acecho, con la esquiva y huidiza sicología de la raza "sata," la raza más noble.
Diplo: te digo como a don Macario. Ya no eres de carne y hueso. Eres más real, más contingente, más inmortal que Ramón Rivero, "hijo de padre circunspecto," Diplo, eres ya un tipo de la fonda pringosa, del cafetín estridente, que se coló en la pantalla luminosa del televisor.
Sombra del pueblo. Sombra estilizada en el tablado de la farsa bohemia. Sombra en esguince sobre el celuloide rutilante. Eres un tallado en ébano de la risa redentora.
Diplo, la gloria te pertenece. "Bienaventurados los que hacen reír, porque de tales es el reino de la gloria".
Hoy reposas en la tierra santa. Tierra sagrada del más allá, pero seguro que al entrar, por los portales sacros, una voz venida del trasfondo de los cielos te dirá: Penetra en el reino, porque hiciste reír a las gentes... les mataste el dolor de vivir... y erguiste sobre la miseria de los hombres el tallo albo de una sonrisa.
